La “9073” por Martín Jáuregui
PATAGONIA
Un viaje en el Tren Patagónico, una crónica viajera sobre ruedas de metal. Viedma es la estación inicial para recorrer la extensión más esteparia de la Patagonia: la línea Sur. El viaje arranca en Viedma y concluye en San Carlos de Bariloche. Un recorrido de este a oeste, que deja el bello árido de la costa rionegrina hasta encontrarse con los paisajes eternos de la cordillera. Se viaja durante toda la noche, al mejor estilo transiberiano, compartiendo las vías con los viajeros más cosmopolitas que se pueda imaginar. Es una travesía distinta a las que estamos acostumbrados a vivir. Tengo una curiosidad intensa, ya que durante mucho tiempo quise hacer este tramo patagónico en ferrocarril pero el tiempo y las circunstancias no me dejaron. Hoy es el día. Ya metido en el camarote 23-24, comenzamos a desandar los kilómetros que nos llevarán de un lado al otro del paisaje rionegrino.
Así comienza este viaje en el tren Patagónico. A las 6 en punto. Como queriendo no perder un sólo segundo del tiempo, la locomotora se despereza y se pone a rodar. Suena la campana, la gente saluda por las ventanillas. Los pasillos del tren se llenan de caras alegres. Las vías se acomodan al paso del gigante transpatagónico. Es la hora de asomarse a la ventanilla mirando la estepa y tomando un café. La vida en los rieles comenzó a andar.
La locomotora 9073 nos va a llevar por los casi 900 kilómetros que nos separan de Bariloche. El paisaje al comienzo es llano, verde, apampado. La riqueza del valle nos va dejando solos al encuentro feroz de la estepa. En el interior del tren la gente se va acomodando. Ya dejé mi camarote en solitario. Tengo la sensación de que voy a estar muy poco en él. Ya tomando un café, ya eligiendo qué comer…
La señal de celular es muy débil. «Menos mal», pienso y me dejo llevar.
Estamos empezando a atravesar la estepa. Son 18 horas de viaje internados en el corazón profundo de la Patagonia. A medida que el sol se pone en mi ventanilla comienzo a adivinar los paisajes y los habitantes de esta geografía. No es casual que la metáfora más poderosa que me llega todo el tiempo es la del “viaje interior”. El tren te lleva de a trancos a que te metas adentro de tu alma mientras por la ventana se pasan las mismas latitudes, similares a los recovecos de tu espíritu. Llegó la noche en el Transpatagónico y de a poco se va encendiendo el paisaje del alma. Afuera la locomotora sigue su marcha sin descanso. “Menos mal”, pienso. Menos mal y me dejo llevar.
“Tan sólo si supieras que con un mensaje me dejarías tan tranquilo. Es mucho lo que te extraño”, dice en un susurro el hombre que mira por la ventanilla cómo se aparece de golpe San Antonio Oeste. Esta parada es larga. Aquí se agolpan chicos secundarios, turistas extranjeros y muchos viajeros locales. La noche se apoderó del tren. La estación está en calma pero repleta de gente. El hombre sigue mirando y repite como un mantra “Tan solo si supieras…”. Lo miro mucho. Se da cuenta y me mira más. Vuelve a mirar la estación, los chicos, los turistas. Le cae una lágrima y suspira. El vidrio empañado se le vuelve amigo. Así está la noche en el Patagónico. Suena la bocina del tren. Me llaman a comer. Voy. El hombre me mira y repite “Tan solo si supieras…”.
La cena es una ceremonia especial. Comer en el coche comedor es uno de los momentos más míticos del viaje. Todo es ferroviario. Los platos, las copas, la mesa. Todo. Incluso, comer con tanto movimiento es un desafío adicional. El menú es franco. Sencillo y gustoso. Un buen bife de chorizo con puré se convierte en manjar del cielo. Es imposible no jugar a viajar como en los trenes de las películas. En un solo acto comer y viajar se hacen placer inmediatamente. En el tren se come con ganas. La aventura patagónica da mucha hambre.
“¡Buen día! El desayuno está listo”. Así nos despertó Daniel, el camarero que nos asiste en toda la travesía. Amanecimos a las 6, buscando el sol que se asomaba tímido por el horizonte de Jacobacci. Llegué a la estación. Volví en el tiempo en apenas segundos. Hace muchos años atrás, en un tren parecido al que hoy nos lleva, llegué a Jacobacci buscando amigos que me llevarían a una de las travesías más alucinantes que viví en mi vida. En ese viaje viví durante casi tres meses en lo de Don Segundo Hernández y su familia. Un loco Mapuche que me enseñó que lo más elemental en la vida se nos pasa de largo, mientras creemos saber cómo es esto de vivir. “Filosofía de estepa”, solía decir Don Segundo, y yo agradecido. Es inevitable que vuelva a ver, en esa estación, a aquellos amigos que hoy no están. El viaje va mutando de corazón a corazón; en estas vías, la vida de un pueblo se desgrana con la pasión del impulso vital. Y aquella experiencia con Don Segundo se me hizo presente con emoción constante. Hoy volví a la estación de Jacobacci y en el alma una arruga tierna se me acomodó justo al lado del corazón.
Clemente Onelli es una localidad de la Línea Sur que tomó notoriedad gracias a un aviso de telefonía, donde un habitante de aquel lugar decía con voz apaisanada: “¡Vieja! ¿A que no sabés de dónde te estoy llamando?!”. Ese comercial se filmó en Onelli. Cuentan en el pueblo que la agencia de publicidad (porteña, muy…) contrató a varios actores para que hicieran ese personaje. Mientras rodaban la publi, se dieron cuenta que ninguno de los actores que tenían como protagonistas eran “creíbles”. Las cosas no iban bien, el tiempo se acaba y ante un panorama oscuro decidieron probar a un personaje del pueblo. Un policía, muy simpático y hablador fue el elegido. El comercial fue un éxito total, tanto que hoy en día se sigue repitiendo la famosa frase “¡Vieja…!». Lo cierto es que a la Policía del lugar esa fama del agente no le cayó muy bien. Al agente lo echaron de la fuerza. Historias que se van juntando al costado de las vías. Onelli también tiene su propio cuento con el cementerio recién inaugurado y un muerto prestado de Jacobacci… pero ese se los cuento otro día. La 9073 sopló la bocina con insistencia: había llegado la hora de partir. Con ímpetu, la locomotora de violento amarillo comenzó a rodar sus metales, llevando consigo las miles de toneladas que arrastra por la Línea Sur.
Acá, en el Patagónico, el espíritu ferroviario se late en cualquier parte de la formación. En los rieles, las señales, los cambios de vía, los vagones, las estaciones. Sin embargo, la vedette de ese espíritu ferroviario es la locomotora. Un sueño de cualquier viajero en tren es compartir un tiempo en la cabina del tren. Horacio y Marcos son los magos de los motores. Maquinista y asistente, conocen a la 9073 de memoria y aseguran que el “bicho metálico” tiene vida propia. Horacio cuenta que “Hay máquinas y máquinas, hace una pila de años que manejo estas locomotoras. Todas más o menos se parecen, pero esta, la 9073, es distinta. Tiene alma, no sé. A lo mejor me volví loco, pero te juro que con los años que tengo jamás viví las cosas que me tocaron vivir con esta. Este bicho habla, a su manera pero habla”. Marcos dice que sí con la cabeza, mientras empuja las palancas que le dan potencia a la máquina. El paisaje acompaña la charla. Después de varios mates y una confianza ganada en poco tiempo, Horacio se anima a confesar: “Para mí la 9073 es una mujer hermosa y buena, tan buena que nos dejamos llevar por ella ciegamente. Creeme, jamás me falló. Yo la acaricio siempre, los fierros también sienten”. Me lo dijo mirándome a los ojos. Adiviné una lágrima que apenas asomó por el lagrimal, volvió rápido a la humedad del ojo.
Llegando a Comallo, el paisaje comienza a llenarse de arrugas geológicas. El tren va despacio, tirado con energía por la potencia de la 9073. Saludo a Horacio y a Marcos. Me dicen que lo que sigue del viaje es aún mejor. Les creo. Conocen el territorio casi más que a sus manos. Vuelvo caminando por el costado del tren a mi camarote. Mientras paso al lado de la locomotora, un bocinazo sordo me sobresalta. Entonces, sin dudarlo, acarició el metal que brilla bajo el cielo patagónico. La 9073 también quiso saludarme. Me siento afortunado.
El viaje va llegando a su fin. En poco tiempo los cerros que rodean Bariloche comenzarán a despertar en el horizonte. Este último tramo es el que cataliza con paisajes y gente todas las emociones que se van juntando en el camino. La marcha del Patagónico es monótona. Cada tanto un sonido seco de bocina te saca del letargo. Se van sucediendo las estaciones y el corazón se te arruga cada vez más. Es que empezás a sentir que cuando la 9073 llegue a Bariloche el viaje llegará a su fin y todo tu ser, cargado de una experiencia inolvidable, volverá a acomodarse a la vida de la tierra. Lo cierto es que nadie sale indemne de un viajecito así. Es mucho tiempo con vos mismo que te enfrenta a tus cuestiones más profundas en medio de un vaivén casi mantra. Y mientras tus ojos miran los más variados paisajes tu alma sale corriendo por la inmensa extensión patagónica como un pibe al que le abren la puerta para ir a jugar. Es en ese estado de las cosas donde nos preguntamos todo. ¿Quién vivirá en esa casa sola en medio de esta nada? ¿Qué próximo destino me encontrará así? ¿Cuando elegí ser viajero? ¿Dónde quedó el niño que soñaba con ser explorador? Ya puedo distinguir las montañas que rodean Bariloche. En medio del coche comedor, tomo un café, miro por la ventanilla y sigo pensando “Aún falta un poco más de recorrido”. Mi espíritu vuelve a correr por el paisaje, está conectado con su libertad. Me hace bien.
Si los finales nos ponen nostálgicos, llegar a la estación final del recorrido es uno de esos finales. Cuando la mañana avanza con sus luces, la trompa de la 9073 se mete de lleno en el tramo final hacia Bariloche. En las vías quedaron las 18 horas de marcha acompasada. El trayecto más patagónico que se pueda imaginar. Del mar y la desembocadura del Río Negro, el tránsito indeleble por el corazón de la estepa y un “finale allegro” en medio de uno de los paisajes más hermosos del mundo.
El tren detuvo su marcha. Arreglamos nuestras mochilas, dejamos la comodidad del camarote y nos comenzamos a despedir. Gracias a todos los compañeros del Tren Patagónico. A todos los que nos esperaron en las estaciones. A los habitantes de la Línea Sur. Todos hicimos posible que este viaje en el Patagónico se llenará de magia y alegría. No sé cuándo voy a volver. No sé si volveré alguna vez, pero la magia viajera que llevo en mí se reencontró en este Tren Patagónico. Una experiencia que recomiendo a todos. Porque nacimos para andar por el mundo con nuestras cosas a cuestas y, en ese andar, vivir la vida a pleno. La estepa ayuda a descubrir que, donde en apariencia no hay nada, la vida estalla en cada pequeña flor que lucha por sobrevivir frente a los fríos más fríos del planeta. Y en esa metáfora está el sentido del viaje de la propia vida. Ahí andamos, como esa florcita esteparia buscando un calor vital que nos ayude a pasarla mejor en nuestro tiempo. Una cuestión de sentidos que se pueden vivir con mucha intensidad en la experiencia del viaje. Ha llegado el fin del camino. Ahí seguimos. Soñando lugares, volando lejos. Muy lejos.